Para Irene, Irenita, Irulana.

Aviso que este es un cuento de miedo: trata de un pueblo, de un ogronte y de una nena. El ogronte no tenía nombre, pero la nena, sí: algunos la llamaban Irenita, y yo la llamo a mi modo: Irulana.

Conviene empezar por el ogronte, porque es lo más grande, lo más peludo y lo más peligroso de esta historia.
No todos los pueblos tienen un ogronte. Pero algunos tienen, y éste tenía.
Cuando se terminaba la tarde y el sol se ponía rojo (porque en los cuentos también se ponen rojos los soles), la cabeza peluda del ogronte brillaba como la melena de un león inmenso. Y la gente del pueblo sentía mucho miedo.

La gente, en cuanto se despertaba a la mañana, pensaba: ¿Cómo habrá amanecido el ogronte hoy?
Era importante saber cómo había amanecido el ogronte. Por ejemplo, si el ogronte estaba resfriado, había que reforzar las puertas y las ventanas para que no se abrieran de golpe con los estornudos. Y no se podía sacar a pasear a los perros demasiado chiquitos porque podían rodar calle abajo y volarse hasta la orilla del río.

En cambio, si el ogronte se ponía a picar cebolla (las cebollas crudas y las nubes del amanecer bien cocidas son las comidas preferidas de la mayor parte de los ogrontes), había que salir con botas, y hasta con botes llegado el caso.

Si estaba contento y carcajeaba, había que guardar los floreros en los roperos para que no se cayeran al suelo con los temblores. Si se ponía a cantar, había que envolver con trapos los espejos.
Y si estaba enojado… Bueno, todos cuidaban mucho que el ogronte no se enojara.
Siempre le decían: “Buenos días, señor Ogronte” y “Buenos noches, señor Ogronte”, con muchísimo respeto. Y todas las tardes iban hasta el pie de la montaña y le dejaban canastos repletos de cebolla, vacas muy gordas y flores de colores raros. Y le hacían una gran torta para el día de su cumpleaños. Y le cantaban canciones para que durmiese.
Todo para que no se enojase. Pero igual un día el ogronte se enojó.
Se enojó porque sí (¡vaya uno a saber por qué se enojan los ogrontes!).
Se notó que se había enojado porque empezó a gritar y a rugir y a mover los brazos en el aire como un molino. Y porque sus dientes enormes (no se imaginan ustedes lo enormes y lo filosos que son los dientes de los ogrontes enojados) brillaban más que su melena del atardecer.
El pueblo entero se arrugó de miedo.
De miedo a que lo comieran. Porque ya se sabe que los ogrontes, cuando se enojan, se comen pueblos enteros, con sus casas, sus personas, sus calles y sus kioscos. Y sus perros. Y las petunias de sus jardines. Y sus tarros de galletitas. Y sus boletos capicúa. Y sus estaciones, con trenes y todo.
La gente salió corriendo. Algunos iban con las orejas tapadas (taparse las orejas no protegía del enojo del ogronte, pero al menos ayudaba a que sus rugidos molestasen menos).
Pero yo dije al principio que éste era el cuento de un pueblo, de un ogronte y de una nena. Ahí está la nena – ¿la ven? – es esa de rulitos en la cabeza: Irulana. Es la única que no corre.

A mí no me pregunten por qué no corrió Irulana. Vaya uno a saber por qué no salen corriendo las Irulanas cuando vienen los ogrontes. Los que contamos los cuentos no tenemos por qué saberlo todo.
Yo lo único que sé es que Irulana no corrió sino que se sentó a esperar en un banquito.
Tal vez era muy valiente.
Tal vez era un poco chiquita.
Tal vez estaba demasiado cansada.
Se sentó en un banquito verde en una calle vacía (todas las calles estaban vacías en ese pueblo).
Cuando se terminó la tarde y el sol se puso rojo, la cabeza peluda del ogronte brilló más que nunca. Los dientes brillaron más todavía, y rugidos enormes sacudieron el suelo.
Irulana tuvo miedo. Y más miedo tuvo cuando vio que el ogronte se empezaba a mover.
"Ahora viene y se come al pueblo", pensó Irulana.

Y, efectivamente (no se olviden de que yo avisé que éste era un cuento de miedo): en cuanto llegó la tarde el ogronte empezó a comerse el pueblo. (Ya sé que esto es terrible, pero qué se le va a hacer, así son los ogrontes).
Empezó por el ferrocarril: enroscaba las vías en un dedo y después las sorbía como si fueran tallarines.
Masticaba las casas como si fueran turrón. Y de tanto en tanto les daba un mordisquito a dos o tres árboles que había arrancado de raíz y que llevaba como un manojo de apio en la mano.

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Para Irene, Irenita, Irulana.

Aviso que este es un cuento de miedo: trata de un pueblo, de un ogronte y de una nena. El ogronte no tenía nombre, pero la nena, sí: algunos la llamaban Irenita, y yo la llamo a mi modo: Irulana.

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