
A ti Melody que cuando tenías dos años
una vez me le pediste a Dios ser blanca como
tu abuela. Dios no te concedió
el pedido, pero algo en mí creció cuando me dijiste:
_ Mamá Chin, de espaldas somos iguales...
Ella y yo somos espejos..
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La primera vez que el negrito Melodía vio al
otro negrito en el fondo del caño fue en la
mañana del tercero o cuarto día después de la
mudanza, cuando llegó gateando hasta la
única puerta de la nueva vivienda y se asomó
para mirar hacia la quieta superficie del agua
allá abajo.
Entonces el padre, que acababa de despertar
sobre el montón de sacos vacíos extendidos
en el piso, junto a la mujer semidesnuda que
aún dormía, le gritó:
-¡Mire... eche p'adentro! ¡Diantre'e muchacho
desinquieto!
Y Melodía, que no había aprendido a entender
las palabras pero sí a obedecer los gritos,
gateó otra vez hacia adentro y se quedó
silencioso en un rincón, chupándose un dedito
porque tenía hambre.




El hombre se incorporó sobre los codos. Miró a la mujer
que dormía a su lado y la sacudió flojamente por un
brazo. La mujer despertó sobresaltada, mirando al
hombre con ojos de susto. El hombre rió. Todas las
mañanas era igual: la mujer salía del sueño con aquella
expresión de susto que a él le provocaba un regocijo sin
maldad. La primera vez que vio aquella expresión en el
rostro de su mujer no fue en ocasión de un despertar,
sino la noche que se acostaron juntos por primera vez.
Quizá por eso a él le hacía gracia verla despabilarse así
todas las mañanas.


El hombre se sentó sobre los sacos vacíos.
-Bueno -se dirigió entonces a la mujer-. Cuela el café.
Ella tardó un poco en contestar:
-Ya no queda.
-¿Ah?
-No queda. Se acabó ayer.
Él empezó a decir: “¿Y por qué no compraste más?”, pero se
interrumpió cuando vio que en el rostro de su mujer comenzaba a
dibujarse aquella otra expresión, aquella mueca que a él no le causaba
regocijo y que ella sólo hacía cuando él le dirigía preguntas como la
que acababa de truncar ahora. La primera vez que vio aquella
expresión en el rostro de su mujer fue la noche que regresó a casa
borracho y deseoso de ella pero la borrachera no lo dejó hacer nada.
Tal vez por eso al hombre no le hacía gracia aquella mueca.
-¿Conque se acabó ayer?
-Ajá.


La mujer se puso de pie y empezó a meterse el vestido por la cabeza.
El hombre, todavía sentado sobre los sacos vacíos, derrotó su mirada
y la fijó durante un rato en los agujeros de su camiseta.
Melodía, cansado ya de la insipidez del dedo, se decidió a llorar. El
hombre lo miró y le preguntó a la mujer:
-¿Tampoco hay na pal nene?
-Sí. Conseguí unas hojitas de guanábana y le gua hacer un guarapillo
horita.
-¿Cuántos días va que no toma leche?
-¿Leche? -la mujer puso un poco de asombro inconsciente en la voz-.
No me acuerdo.
El hombre se levantó y se puso los pantalones. Después se allegó a la
puerta y miró hacia afuera. Le dijo a la mujer:
-La marea ta alta. Hoy hay que dir en bote.


Luego miró hacia arriba, hacia el puente y la carretera.
Automóviles, guaguas y camiones pasaban en un desfile
interminable. El hombre observó cómo desde casi todos los
vehículos
alguien miraba con extrañeza hacia la casucha enclavada en
medio de aquel brazo de mar: el “caño” sobre cuyas márgenes
pantanosas había ido creciendo hacía años el arrabal. Ese
alguien por lo general empezaba a mirar la casucha cuando el
automóvil, la guagua o el camión llegaba a la mitad del
puente, y después seguía mirando, volviendo gradualmente la
cabeza hasta que el automóvil, la guagua o el camión tomaba
la curva allá adelante y se perdía de vista. El hombre se llevó
una mano desafiante a la entrepierna y masculló:
-¡Pendejos!


Poco después se metió en el bote y remó hasta la orilla.
De la popa del bote a la puerta de la casa había una
soga larga que permitía a quien quedara en la casa
atraer nuevamente el bote hasta la puerta. De la casa a
la orilla había también un puentecito de tablas, que se
cubría con la marea alta.
Ya en tierra, el hombre caminó hacia la carretera. Se
sintió mejor cuando el ruido de los automóviles ahogó el
llanto del negrito en la casucha.
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A ti Melody que cuando tenías dos años
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La primera vez que el negrito Melodía vio al
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mañana del tercero o cuarto día después de la
mudanza, cuando llegó gateando hasta la
única puerta de la nueva vivienda y se asomó
para mirar hacia la quieta superficie del agua
allá abajo.
Entonces el padre, que acababa de despertar
sobre el montón de sacos vacíos extendidos
en el piso, junto a la mujer semidesnuda que
aún dormía, le gritó:
-¡Mire... eche p'adentro! ¡Diantre'e muchacho
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Y Melodía, que no había aprendido a entender
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porque tenía hambre.



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