
y Ainhoa que me apoyaron en mi larga enfermedad.
Con especial cariño dedico este cuento a los médicos que
con su trabajo y dedicación han logrado más aportaciones a
nuestra patología. Gracias por haberme cuidado y ayudado en
mi enfermedad.
Con mucho cariño a: Dr. Avellaneda, Dra. Izquierdo, Dra. Poca
y Dr. Juan Sauquillo. Su ayuda ha sido imprescindible.
Espero lograr aportarles esperanza a todos aquellos afectados
que sufren el síndrome de Chiari y a sus familiares.
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Hace once largos años vivía una reina en Ruspanil, una región que
existía en el oeste de los Urales. La Reina jamás había podido llevar
corona ya que su peso le producía mucho dolor de cabeza. Ella jamás
lograba dormir ni un poquito, así que siempre estaba agotada. Era la
primera vez que, tras generaciones, en el país una Reina no llevaba
puesta su corona, lo que provocó las habladurías de todos los habitantes
del reino. Así, muchos al verla pasar murmuraban:
- Ahí va la rarita.
La Reina al oír a sus súbditos cuchichear y llamarla “rarita” se sentía
frustrada. Nadie sabía lo que sufría en sus aposentos. Varias veces
al día la joven reina intentaba colocarse la corona pero su cuello era
como un muelle. Al momento, se mareaba, tenía náuseas, los ojos se le
enrojecían y se movían en vertical de arriba a abajo provocándole
problemas de visión.























Cada vez que la Reina tenía que comparecer ante la Corte
para algún acto oficial, hacía de tripas corazón, se colocaba la
corona, pero se ponía malísima y tenía que salir corriendo
ante la mirada de su marido, el Rey, una vez concluido el
acto para no vomitar delante de todos los miembros del
Tribunal de Justicia. La corte y sus súbditos pensaban que
además de rarita era una exagerada. A la Reina ese
calificativo no le gustaba nada. No comprendía porque nadie
la entendía. Un día escuchó que en las puertas del reino, en
la Cueva Oscura moraba una bruja que con magia y poderes
lograba cuanto le pedían. Desesperada, sin decir nada a
nadie, deseando encontrar una cura a su extraña dolencia, la
Reina partió a escondidas de todos, al abrigo de la noche con
un sólo soldado para que la protegiera.




El viaje se les hizo eterno, cabalgaron durante tres días y tres
noches. Por fin llegaron a la cueva de la bruja, y se acercaron
sigilosamente inspeccionando el terreno para averiguar si corrían
algún tipo de peligro. Por una brecha, que servía de ventana
encontraron a la anciana hechicera que estaba preparando una
poción nauseabunda que les revolvió el estómago.
La Reina estuvo a punto de irse corriendo, pero el viaje había sido
muy largo para dejarse vencer por el tufo que despedía el caldero.
Así que ordenó al soldado que montase guardia en la puerta, se armó
de valor y dejando los miedos a un lado entró en la siniestra morada.



Apenas había dado unos pasos cuando escuchó a la bruja decirle:
- Pase, Majestad, la estaba esperando. Tuve la visión de que
vendría a verme, por eso le he preparado esta poción para
usted. Con ella conseguirá evitar el dolor; para ello deberá
tomarse cada día un cazo de la poción y sus problemas de salud
desaparecerán.
La Reina ilusionada probó el primer trago de la poción. Un
amargo sabor impregnó su boca ardiendo en su garganta y por
un instante la Reina creyó que iba a morir. En unos instantes, un
sopor se adueñó de ella y recostada en una cama de paja junto
al fuego pasó la noche. Al despertar, descansada y agradecida,
emprendieron el regreso a palacio, dejando una bolsa de
monedas de oro como pago.














Al principio sintió que mejoraba y confiaba en que sanaría por
completo. Siguió las instrucciones de la bruja y tomó a diario
la dosis recomendada. Y así pasaron dos meses hasta que
acabó con toda la poción, pero una vez agotado el brebaje la
reina se sentía peor.
Desesperada por su malestar, tras escuchar las hazañas de
un duende que lograba con sus trucos cuanto se proponía,
decidió ir a pedirle ayuda. Así que, de nuevo con la compañía
de un soldado, marchó en busca del duende que vivía en el
sauce junto al río.












Al escuchar que alguien se acercaba, el duende asustado se hizo
invisible. Al llegar, Su Majestad pasó a la orilla del río, se colocó
junto a los sauces y empezó a gritar:
-¡Duende, duende mágico, soy tu Reina y necesito tu ayuda!
Lo gritó hasta tres veces, pero no obtuvo respuesta. Impaciente
y aquejada por el dolor, lloró desconsolada mientras esperaba al
duende. La pobre estaba harta de vivir con tanto dolor, sin
poder dormir ni descansar, noche tras noche. Estaba muy
desanimada porque sentía que nadie la comprendía, ni siquiera
creían cuando se quejaba. Entonces el travieso duende, apenado
por su diablura apareció diciendo:
-¿Disculpe Majestad, me estaba esperando? ¿En qué puedo
ayudarla?











Después de que la Reina le contase todos sus problemas, el
duende sacó una pluma y un pergamino y empezó a anotar. Al
final le comunicó que debía guardar su corona todas las
noches sobre un lecho de musgo fresco y así por la mañana al
ponerse la corona su dolor disminuiría al sentir frías las sienes.
Con respecto a su insomnio le recomendó beber orín de
murciélago. Agradecida y esperanzada la Reina pagó al
duende y regresó de nuevo a palacio.
Esa noche la soberana de Ruspanil envolvió su corona en
musgo con mucha atención, mientras rezaba suplicando que
con este extraño gesto lograse lucir su dorada corona con
orgullo sin lamentar esas espantosas manifestaciones de
amargura que le producían sus dolores de cabeza.






Mandó a sus doncellas de confianza que capturasen varios
murciélagos, les extrajesen el orín y le preparasen un zumo.
A la mañana siguiente se dio cuenta que el zumo de orín de
murciélago no había funcionado, y en cambio, le habían
aparecido varias pústulas por todo el cuerpo. Ansiosa de
comprobar si soportaría su corona y con ganas de averiguar si
por fín lograría mantener su cuello erguido al colocársela,
pidió ayuda a sus doncellas para que se la pusieran con sumo
cuidado. Nada más apoyarla en la cabeza, el cuello se le
dobló formando un zigzag y la Reina se desplomó.














Con el tiempo, algunas de sus doncellas y ayudantes de cámara se
empezaron a preocupar porque la Reina cada vez estaba más triste
y abatida. Un día se armaron de valor y se presentaron ante el Rey
quien escuchó atónito las fallidas soluciones que había recibido la
reina.
El Rey, tras cavilar y reunirse con los sabios del lugar decidió que lo
mejor sería solicitar ayuda al Mago Anac, cuyas proezas habían
traspasado las fronteras de todo el Reino. Así fue que el Rey ordenó
a tres de sus caballeros de confianza que fueran en su busca.









Los jóvenes partieron a galope tendido y no se detuvieron hasta
llegar a la casa del Mago. Ya era noche cerrada, y aunque el
mago estaba profundamente dormido, los jóvenes le arrancaron
de sus sueños golpeando con fuerza la puerta. El anciano Anac les
recibió y les invitó a tomar algo mientras escuchaba qué motivo
les había llevado hasta su casa desde tan lejos. Al enterarse que
era reclamado por el Rey para ayudar a su esposa,
inmediatamente preparó varias posibles panaceas y licores. Tomó
un saco para meter todos sus artilugios y preparó su carruaje.
Fue detrás de los caballeros acompañándolos al castillo. Por el
camino el Mago iba pensando en qué solución dar a los síntomas
de la Reina. No estaba muy seguro si su magia la iba ayudar, así
que se esforzaba en repasar en su memoria para saber qué
conjuro podría realizarle que de verdad fuera efectivo.




































Con tan solo ver el estado de la Reina y conocer por boca del Rey
todos los dolores e incapacidades que sufría la Reina, tomó la
decisión de trasladar a ambos al siglo XXI. Usó toda la fuerza de su
centellante varita mágica, la agitó como si fuese un director de
orquesta hasta que empezó a salir un humo que fue envolviendo a
los Reyes hasta no poder visualizarlos; por último dijo:
-Experndum Salium
Y al desaparecer la humareda los presentes comprobaron que los
reyes se habían desvanecido.
















Al instante los Reyes aparecieron en Europa del sur exactamente
cerca de un hospital con una unidad de neurocirugía compleja. Al
aterrizar los Reyes, se quedaron alucinados; era todo tan diferente
a su país. Los caminos no eran de tierra sino de piedra gris, los
carruajes eran de hierro y se movían arrastrados por caballos
veloces e invisibles. Además, las gentes iban andando de un lado a
otro, sin pararse a saludarse los unos a los otros. Los Reyes
estaban anonadados, cansados y perdidos.










Con tantas emociones la Reina empezó con sus náuseas y
mareos, al cabo de unos minutos le dio un soponcio y cayó
inconsciente al suelo. Se arremolinó mucha gente alrededor,
personas curiosas que cotilleaban sobre lo que le había
sucedido a esa señora “tan rara". A los tres minutos apareció
uno de esos carruajes blancos con una luz intermitente que
profería un grito ensordecedor y desconocido. “Ni-no, Ni-no.”
Era la ambulancia que llegaba. De ella bajó un equipo médico
que se acercó e inspeccionó a la Reina, la colocaron en una
camilla y decidieron llevársela al hospital. El doctor y el
enfermero invitaron al Rey a que les acompañase para acudir al
hospital más próximo.















El médico de la ambulancia le preguntó a su majestad el Rey:
-¿Señor qué le ha ocurrido a esta señora?¿Son ustedes actores?
El Rey respondió:
-¡Cómo se atreve! ¿Acaso no nos reconoce? Somos el Rey y la
Reina de Ruspanil, una región pequeña que está al oeste de los
Urales.
Todos los profesionales de la ambulancia se miraron extrañados.
-¿Cuándo han llegado?
-Hace poco tiempo, aunque no sé decirle cuantas lunas pasaron
desde que el Mago Anac con su varita nos transportó a este sitio
tan ruidoso.
El médico tomó el radiocontrol de la ambulancia y avisó a sus
compañeros,
-Chicos, avisad a salud mental, llegamos en cinco minutos.






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